La situación
económica de España al terminar la Guerra civil (1936-39) era desastrosa. Las
consecuencias de la Guerra fueron muy negativas debido al gran número de pérdidas
humanas (más de 500.000 muertos y unos 300.000 exiliados), lo que supuso una
disminución notable de la población activa, especialmente la de trabajadores
especializados. Como consecuencia de los bombardeos, se vieron destruidos una
gran serie de edificios y viviendas. Las destrucciones materiales se vieron agravadas
por la equivocada política económica de las autoridades franquistas.
Siguiendo
modelos de los regímenes totalitarios (fascismo y nazismo), afines
ideológicamente, y debido al aislamiento internacional de España en la posguerra,
el Estado franquista inició la autarquía económica. Se trataba de una política
que pretendía que el país fuera autosuficiente económicamente, sin necesidad de
depender del exterior a fin de mantener una hipotética independencia nacional
respecto a países extranjeros.
Esta política
autárquica se caracterizaba por una fuerte intervención del Estado en la vida
económica, que controlaba la producción, el consumo, los precios, los salarios,
el comercio y la inversión mediante leyes: se redujeron las importaciones al
mínimo imprescindible, se limitaron las inversiones extranjeras al 25% del
capital de las empresas y se favoreció con subvenciones y ventajas fiscales a
las industrias españolas a fin de que aprovisionaran el mercado con productos
exclusivamente nacionales.
En agricultura el gobierno organizó la producción y
distribución de cereales, creando el Servicio Nacional del Trigo, que fijaba
los precios arbitrariamente. Pero la producción era insuficiente (los
rendimientos agrícolas eran inferiores a los de los años treinta).
Por otra
parte, la situación de los campesinos seguía siendo mala, ya que el franquismo
paralizó las medidas de reforma agraria iniciadas durante la Segunda República.
Para
asegurar el aprovisionamiento de los productos de primera necesidad a toda la
población y evitar el hambre, el gobierno impuso el racionamiento de los
mismos. Los productores estaban obligados a vender a precio fijo la totalidad
de la producción al Estado, que a su vez vendía a los consumidores a un precio
tasado. Pero el racionamiento y los precios fijos dieron lugar a la aparición
del mercado negro o estraperlo, al margen de la ley, que acaparaba los
productos ya que sus precios eran muy superiores a los oficiales (el doble o el
triple). El Estado franquista nacionalizó los ferrocarriles españoles en 1941
con RENFE. El mismo año creó el Instituto Nacional de Industria (INI, holding
estatal que seguía el modelo del IRI de Mussolini) para impulsar la rápida
industrialización del país, debido a la insuficiencia del capital privado. Se
crearon numerosas empresas públicas ayudadas constantemente por el Estado, lo
que generó enorme gasto público.
Sin embargo,
a pesar de estos avances, la economía se mantenía estancada. La producción
industrial era inferior a los niveles de 1935. Los productos eran además poco
competitivos y de mala calidad, debido a escasez de capitales y tecnología.
Debido a que los impuestos directos eran inexistentes y a la falta de divisas,
el Estado financiaba este enorme gasto público con la emisión de Deuda Pública,
adquirida por los bancos de forma obligatoria, lo que originó una inflación o
subida de precios. Pero mientras los precios no dejaban de subir, los salarios
permanecieron muy bajos, debido a la represión del movimiento obrero por el
régimen, lo que originó una renta per cápita muy débil, inferior a la de los
años treinta, y mal distribuida.
Para que el
régimen sobreviviese, era necesario un cambio en la política económica. Es por
ello que en 1957 Franco formara un nuevo gobierno que se decantó por la
liberalización económica basado en unas medidas preestabilizadoras: cambio
único y devaluación de la peseta frente al dólar (42 pesetas por dólar),
congelación salarial, flexibilización de las relación laborales, más presión
fiscal, más integración en los mercados internacionales... Aunque el punto
definitivo de esta política fue el decreto-ley de Nueva Ordenación Económica
(21 de julio de 1959) conocido como Plan de Estabilización, cuyos objetivos
consistían en: cortar la inflación, sanear las cuentas exteriores, deshacer el
capitalismo corporativo y establecer un modelo de economía de mercado semejante
a la de Europa occidental.
Este plan de
Estabilización consiguió reducir la demanda y la inflación, pero a costa de la
congelación salarial y de un aumento del paro que significó la emigración a
Europa y su posterior prosperidad económica.
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